Caminar por las calles de Panamá hoy es muy distinto a como lo era hace apenas unos años. La inseguridad ha sembrado un miedo colectivo que se respira en cada esquina. La gente ya no conversa con la misma tranquilidad, no confía en extraños, y las miradas desconfiadas se cruzan constantemente. Ese miedo se ha convertido en un compañero silencioso, siempre presente, que condiciona nuestras decisiones y rutinas.
Salir de noche, algo que antes era común para disfrutar con amigos o familiares, ahora representa un riesgo. Muchos prefieren quedarse en casa, encerrados tras rejas y candados, mientras otros optan por moverse en grupo para evitar ser víctimas de un asalto o un secuestro exprés. Incluso actividades cotidianas como ir al supermercado o tomar un taxi se han vuelto motivo de preocupación.
El problema no es solo la criminalidad, sino la sensación de vulnerabilidad total. Las personas sienten que nadie las protege, que la delincuencia avanza sin control y que las autoridades no responden con la firmeza necesaria. Este sentimiento ha fracturado la confianza social y ha generado una especie de “cárcel psicológica” en la que los ciudadanos viven atrapados por el miedo.
La inseguridad no solo se mide en cifras policiales, sino también en la pérdida de libertad emocional. Cuando un país llega al punto en que la gente teme salir, dejar a sus hijos en la escuela o incluso abrir la puerta a un desconocido, estamos frente a un problema que va más allá de lo policial: se trata de una crisis social profunda que amenaza con cambiar la forma de vivir de toda una nación.
¿Qué está haciendo la Policía ante esta ola de delincuencia?
Esa es la gran pregunta que hoy se hace la mayoría de los panameños. Y la respuesta, lamentablemente, es preocupante. Mientras los crímenes aumentan, la percepción ciudadana es que la Policía Nacional está más enfocada en apariencias que en resultados reales. Los comunicados oficiales hablan de patrullajes y operativos, pero en las calles la sensación es distinta: los delincuentes siguen actuando con total libertad.
Muchos ciudadanos expresan su frustración al ver cómo los agentes policiales dedican tiempo a subir videos, fotos o actividades recreativas en redes sociales, mientras la delincuencia parece tener el control del país. Esto ha creado una brecha de confianza entre la población y las autoridades. La gente ya no llama a la policía porque siente que no obtendrá respuesta o, peor aún, que exponerse podría traer represalias.
Foto: Miguel CavalliLa falta de estrategias claras y la ausencia de un plan de seguridad integral agravan la situación. No basta con arrestar a pequeños delincuentes si las grandes estructuras criminales continúan operando desde las sombras. Es evidente que el enfoque policial ha sido más reactivo que preventivo: actúan después del crimen, cuando ya hay víctimas, en lugar de anticiparse a los hechos.
Además, muchos barrios denuncian una distribución desigual de la seguridad. Mientras ciertas zonas urbanas cuentan con presencia policial visible, otras comunidades quedan desprotegidas, especialmente en las noches. Los ciudadanos piden una policía más cercana, capacitada, equipada y, sobre todo, comprometida con la protección real de la gente.
Es momento de que la institución policial recupere su esencia: servir y proteger, no solo figurar. El país necesita una fuerza de seguridad que inspire confianza, que trabaje en coordinación con la comunidad y que actúe con transparencia. Porque, si la policía no logra frenar esta ola de violencia, Panamá corre el riesgo de perder algo aún más valioso que la seguridad: la esperanza.



