En la historia moderna del papado, pocos eventos han causado tanto asombro como la repentina muerte del papa Juan Pablo I, quien ocupó el trono de San Pedro durante apenas 33 días. Su pontificado, aunque breve, dejó una huella profunda en la Iglesia Católica y en millones de fieles alrededor del mundo.
Albino Luciani, patriarca de Venecia, fue elegido papa el 26 de agosto de 1978 tras la muerte de Pablo VI. Su elección fue sorpresiva para muchos, no solo por su perfil discreto, sino también por su estilo pastoral, humilde y cercano a la gente. Adoptó el nombre de Juan Pablo I, en homenaje a sus dos inmediatos predecesores, Juan XXIII y Pablo VI, marcando la primera vez en la historia que un papa elegía un nombre doble.
Desde el primer momento, Juan Pablo I rompió con ciertos protocolos vaticanos. Renunció a algunas formalidades, como el uso de la tiara papal, y prefería hablar de manera sencilla, directa y afectuosa. Su sonrisa se volvió un símbolo de cercanía y esperanza. Los fieles y la prensa lo apodaron “el Papa de la sonrisa”.
La mañana del 29 de septiembre de 1978, apenas un mes después de su elección, el Vaticano anunció que Juan Pablo I había fallecido durante la noche. Tenía 65 años. La causa oficial de su muerte fue un infarto agudo de miocardio. Sin embargo, la falta de una autopsia, junto con ciertas contradicciones en los relatos sobre cómo fue hallado su cuerpo, alimentaron teorías conspirativas que persisten hasta hoy. La sospecha de que el papa Juan Pablo I fue envenenado ha rondado durante décadas y forma parte de una de las teorías conspirativas más persistentes en la historia del Vaticano.
A pesar de su corto pontificado, Juan Pablo I dejó una impresión duradera. Fue un defensor de una Iglesia más pastoral que doctrinal, más al servicio que al poder. En 2017, el papa Francisco aprobó el proceso de beatificación de Juan Pablo I, y fue declarado beato el 4 de septiembre de 2022.