Puede sonar extremo, pero sí, muchas madres alrededor del mundo están optando por comerse su propia placenta después del parto. Y no, no es una moda sacada de una película de terror ni un ritual ancestral perdido en la historia. Se trata de una práctica real, conocida como placentofagia, que gana terreno entre mujeres modernas, famosas y no tan famosas, que aseguran experimentar beneficios físicos y emocionales tras consumir este órgano.
Pero, ¿por qué alguien haría esto? Y sobre todo, ¿cómo lo hacen?
La placenta es el órgano que durante el embarazo alimenta y protege al bebé en el vientre. Una vez que el parto ocurre, esta “fábrica de nutrientes” es comúnmente desechada. Sin embargo, algunas mujeres la procesan en cápsulas, la cocinan, la deshidratan, o incluso la usan en batidos. Sí, batidos.
Se dice que consumirla puede ayudar a equilibrar las hormonas, reducir la depresión postparto, aumentar la producción de leche materna y devolverle energía al cuerpo. Aunque estos efectos no están comprobados científicamente, muchas mamás que han probado esta experiencia aseguran sentir mejoras notables en su estado de ánimo y recuperación.
Lo que muchas no saben es que esta práctica también tiene riesgos. Si no se manipula correctamente, puede provocar infecciones o intoxicaciones. Además, expertos médicos siguen divididos sobre su efectividad y seguridad, lo que ha llevado a varias instituciones de salud a recomendar precaución.
En países como Estados Unidos, Reino Unido y Australia ya existen empresas que se dedican exclusivamente a procesar la placenta de forma segura para el consumo. Incluso algunas celebridades han hablado abiertamente de su experiencia, haciendo que el tema deje de ser tabú y comience a discutirse con más naturalidad.
¿Locura o sabiduría femenina ancestral? Lo cierto es que comerse la placenta dejó de ser un secreto de nicho y se convirtió en un tema que pone sobre la mesa lo más crudo (y poderoso) de la maternidad.