Beverly Hills, 20 de agosto de 1989: Erik y Lyle Menéndez irrumpieron en la sala donde sus padres veían La espía que me amó y, con una escopeta, acabaron con sus vidas. Fueron condenados a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, pero este año, 34 años después, su caso revive en los medios.
¿Por qué? Netflix lanzó una serie y un documental que reavivan preguntas sobre su culpabilidad y motivaciones. En noviembre, los hermanos volvieron ante la justicia por teleconferencia desde prisión. Su tía pidió su liberación, argumentando que “es hora de que vuelvan a casa”. Sin embargo, su tío, más contundente, los descritos como “personas de sangre fría” que merecen permanecer tras las rejas.
¿Quién tiene razón? La respuesta parece depender del prisma desde el cual se observa la historia. Mientras algunos los ven como monstruos despiadados, otros, incluida su defensa, aseguran que fueron víctimas de abusos que los llevaron al límite.
¿El mal nace o se hace?
La historia de los Menéndez no es única. Según expertos, los factores que llevan a la violencia son tan complejos como los números de un candado: abuso infantil, traumas, adicciones y relaciones familiares disfuncionales se combinan para abrir la puerta al caos. Pero ¿podemos etiquetar a alguien como “malvado”?
Psicoterapeutas con décadas de experiencia, como los que trabajan en el Hospital Broadmoor en Reino Unido, argumentan que no existen personas inherentemente malvadas, sino mentes atrapadas en estados emocionales oscuros. Uno de ellos compartió el caso de “Tony”, un asesino en serie que, tras 18 meses de terapia, mostró vulnerabilidad y remordimiento.
Los Menéndez argumentaron que los abusos de su padre los empujaron al límite. Aunque sus afirmaciones fueron rechazadas en el tribunal, el debate continúa: ¿fueron “monstruos” creados por el sistema?
La caída de los homicidios y las lecciones para el futuro.
El profesor Manuel Eisner, de la Universidad de Cambridge, explica que los homicidios han disminuido en muchos países gracias a cambios culturales, tecnologías de vigilancia y un rechazo social más firme hacia la violencia doméstica. Sin embargo, una minoría sigue escapando a la rehabilitación, lo que plantea la pregunta: ¿Qué podemos hacer para prevenir estas tragedias?
Empatía radical, diálogo y terapia son herramientas clave. Incluso en casos extremos como los de los Menéndez, la justicia no puede ignorar el contexto ni el potencial de cambio.
¿Monstruos o mártires? Tal vez el juicio definitivo esté en manos de la sociedad y su capacidad de mirar más allá de los titulares. Mientras tanto, la historia de los Menéndez sigue siendo un espejo incómodo de nuestra naturaleza humana.



