El expresidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, falleció este martes dejando una huella imborrable en la historia de América Latina.
Tenía 89 años y llevaba tiempo batallando contra una enfermedad que, aunque silenciosa, no apagó su voz hasta el final. Su partida no solo enluta a Uruguay, sino también a Colombia y a quienes vieron en él un símbolo de lucha transformada en reconciliación.
Mujica, exguerrillero del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, pasó más de una década preso, muchas veces en condiciones inhumanas.
De esa experiencia surgió un líder diferente: austero, sereno, profundamente humano y convencido de que “el odio no es buen consejero”. “Yo también creí que la violencia era el camino”, decía con frecuencia, como forma de advertencia a las nuevas generaciones.
Fue presidente de Uruguay entre 2010 y 2015, un periodo en el que promovió políticas sociales de avanzada, pero su impacto trascendió fronteras.
En Colombia, su voz fue clave en el respaldo internacional a los diálogos de paz con las FARC. Más allá de los acuerdos firmados, Mujica insistía en que la verdadera paz debía nacer del perdón, la justicia social y la educación.
Políticos de todos los espectros ideológicos, incluso aquellos que no compartían su visión, reconocían su coherencia y su honestidad.
Nunca abandonó su vieja chacra, ni cambió su Volkswagen Fusca por un auto oficial. Su vida fue su mejor discurso.
Con su partida, América Latina pierde a uno de sus últimos grandes sabios. Queda su legado: una vida que caminó del fusil al micrófono, de la celda al Senado, y que demostró que la paz es una decisión tan valiente como la guerra.