Bajo el calor, el ruido y el bullicio de San Miguelito, entre las estaciones del Metro de Panamá de Pan de Azúcar y San Miguelito, se levanta un puente peatonal que fue construido para garantizar el paso seguro de personas con movilidad reducida.
Tiene rampas amplias, barandas y acceso directo a la vía. Pero hoy, ese puente ya no cumple su propósito: está casi abandonado, lleno de basura, colchones viejos y miedo.
Allí sobreviven ocho personas que han hecho del puente su refugio improvisado. Entre cartones, restos de comida, colchones y sillones viejos y botellas plásticas, se levantan pequeños espacios marcados por la pobreza y la resignación.
“No somos delincuentes, solo pasamos necesidad.” — Emanuel Palomares
Entre ellos está Emanuel Palomares, un joven venezolano de 32 años que llegó al país buscando una oportunidad, pero encontró un techo de metal y una escoba como esperanza.
“Esto antes era un basurero. Nadie quería ni pasar por aquí. Pero poco a poco he tratado de limpiarlo, porque si uno va a vivir en un sitio, al menos que esté ordenado”, dice mientras barre con una escoba improvisada hecha de ramas. Su voz suena serena, pero sus ojos guardan el peso de los días.

Emanuel lleva tres meses durmiendo sobre ese hierro caliente. Llegó a Panamá tras cruzar México, un viaje que terminó en tragedia. “Me secuestraron en México. Tuve que vender mi casa y mi carro para pagar el rescate. Si hubiera sabido lo que me esperaba, no habría salido de mi país. No le recomiendo a nadie que deje su país”, confiesa, mirando el suelo con un nudo en la garganta.
Aun así, no se deja vencer. “Soy inmigrante y mire la situación que tengo que pasar, porque no puedo pagar hotel ni comida todos los días. Tengo que reciclar desde la madrugada para sobrevivir. No pierdo la esperanza ni mi dignidad, ni mi educación, ni el respeto hacia los demás”, dice con una mezcla de orgullo y tristeza.
Emanuel no está solo. “Aquí vivimos ocho personas. Algunos tienen vicios, otros simplemente no tienen dónde ir. Hay un señor de 56 años que está enfermo de los pulmones y no tiene los tres medicamentos que necesita”, cuenta.
El lugar está lleno de contrastes: las rampas para discapacitados ahora son caminos de desechos, las paredes metálicas son muros de cartón, y el eco del metro que pasa arriba se confunde con el suspiro de quienes intentan dormir abajo.

Agentes de la Policía Nacional aseguraron a Mi Diario que los robos no ocurren dentro del puente, los residentes admiten que los alrededores se vuelven peligrosos al caer la noche.
“Aquí no permitimos delincuencia. La gente puede pasar libremente. Solo estamos pasando necesidad”, afirma Emanuel con firmeza, tratando de limpiar el nombre del pequeño grupo que lucha por sobrevivir sin ser estigmatizado.
Durante el día, los peatones prefieren esquivar el puente y cruzar la vía entre los autos. “Da miedo pasar por ahí, se ve oscuro y lleno de basura”, comenta una estudiante del Instituto Rubiano.
Entre la basura y el silencio, Emanuel mantiene viva una esperanza que no se barre con el viento. “Tengo dos hijas y mi esposa en Venezuela. Las amo, las extraño, y la esperanza siempre me dice que pronto vamos a estar juntos”, repite con la mirada fija en el horizonte.
Bajo ese puente para personas con movilidad reducida, donde el abandono del Estado se siente en cada rincón, ocho vidas sobreviven cada día, recordando que la pobreza no solo se ve… también se respira.





DATOS
🔹 No hay cifras exactas ni actualizadas, pero más de 800 personas viven en las calles de la capital sin techo ni ayuda del Estado.
🔹 Ocho almas duermen bajo el puente del Rubiano, entre basura y esperanza.
🔹 El puente, hecho para personas con movilidad reducida, hoy es refugio improvisado.
🔹 Pobreza, desempleo y migración empujan a más panameños y extranjeros a vivir en la calle.

