La mirada de Ana Sánchez carga con el peso de dos meses de incertidumbre y falta de sueño. Sentada en la pequeña sala de su casa, en El Progreso, recuerda cada detalle como si lo hubiese vivido ayer. Desde la madrugada en que Eduardo no volvió, el tiempo se volvió espeso, inmóvil… y las noches, insoportables.
El Progreso permanece en calma, con calles marcadas por un silencio profundo.“Queremos saber si él está bien. Queremos saber si está vivo o muerto. Es lo que queremos saber”, repite Ana, con una firmeza que se quiebra en los bordes de su voz.

Después de la visita de la Fiscalía, tras una primera entrevista con Mi Diario, nadie regresó con respuestas. Nadie llamó para decir qué avances hubo. Nadie tocó la puerta.
Mientras tanto, la familia ha buscado sin descanso. El padre de Eduardo recorrió cada rincón, preguntó a vecinos, caminó callejones sin salida. “Si el muerto hubiese llegado aquí, ya lo hubiéramos reportado”, le dijo un hombre en medio de esa caminata desesperada.
Una historia marcada por la pérdida
La desaparición de Eduardo no solo abrió una herida; reavivó otra. Ana cuenta que, tras la muerte de su madre, cuando Eduardo apenas tenía once años, fueron tres hermanas quienes criaron a los hermanos menores.
Se turnaban responsabilidades, crecieron antes de tiempo, se convirtieron en madres y padres de sí mismos.
Eduardo era el “último proyecto” de la familia. El sueño de su madre era ver a todos sus hijos graduados, y solo faltaba él.
“Él tenía 24 años. Le gustaba trabajar, relajarse, escuchar música. Cuando se ponía a limpiar con música, lo hacía todo: barría, sacudía, cocinaba. Era alegre, todo el mundo lo conocía aquí. Él no era de problemas. Sus sobrinos eran todo para él”, recuerda Ana con una mezcla de orgullo y dolor.
Tras su separación de pareja, Eduardo se mudó con la familia el 11 de julio. No alcanzó a cumplir un mes allí antes de desaparecer.
Lavó su ropa, dejó su cédula vieja en casa y salió como cualquier otro día. Nunca regresó.
Los objetos de Eduardo permanecen intactos, justo donde los dejó antes de desaparecer.Silencio que duele, esperanza que resiste
Durante estos dos meses, Ana siente que las autoridades las han dejado solas. “Nos sentimos abandonadas. A veces pensamos que, porque somos mujeres, jóvenes, no nos toman en serio. Como si fueran a cerrar el caso y ya”, dice con amargura.
Mientras tanto, el dolor se acumula. El padre llora todos los días. Ana y sus hermanas también. La casa está igual: la ropa de Eduardo doblada, su música ausente, los espacios vacíos.
Las noches sin dormir y la ventana
Desde el día en que Eduardo desapareció, Ana no ha podido dormir con tranquilidad. Cada madrugada, cuando el barrio se sumerge en un silencio casi fúnebre, ella espera un sonido en particular: los golpes en la ventana.
“Siempre que llegaba tarde, tocaba la ventana para que le abriéramos. Yo todavía me despierto y me quedo esperando que toque…”, confiesa, con los ojos vidriosos.
La ventana sigue cerrada, pero la familia aún espera escuchar los golpes de Eduardo.La ventana permanece cerrada. La noche sigue igual. Eduardo no ha regresado. Pero Ana no pierde la esperanza. Cree que, de alguna manera, su hermano escuchará sus palabras:
“Él es demasiado importante para nosotras. Queremos encontrarlo. Aunque sea para llorarlo. Pero encontrarlo”.



