La amargura no solo duele: también deforma.
Y lo peor es que actúa en silencio, disfrazada de actitudes “normales”: cinismo, indiferencia, amargura, aislamiento. La mayoría de las veces, quien la padece no lo nota, y quienes lo rodean, tampoco se atreven a señalarlo.
A diferencia del enojo, que explota y se esfuma, la amargura se queda, fermenta y muta. Se convierte en un filtro oscuro a través del cual se mira todo: las relaciones, el futuro, la autoestima. Y mientras más tiempo pasa sin afrontarla, más se arraiga en el carácter.
No estamos hablando de “estar triste” ni de un simple mal momento.
La amargura se construye en silencio, a veces desde la infancia, producto de traiciones no resueltas, injusticias que no sanaron o decepciones acumuladas que la persona arrastró sin reconocer su peso.
Su peor trampa es que hace creer que es una forma válida de protección: “si no me ilusiono, no me decepcionan”; “si no confío, no me traicionan”. Así, se convierte en una armadura que no protege, sino que aísla, y convierte al amargado en prisionero de su propio muro emocional.
Cada herida no sanada es una semilla de amargura; depende de ti arrancarla antes de que florezca.¿La cura? No es una frase bonita, ni un “sé positivo”.
Requiere introspección seria. Una conversación incómoda y muchas veces el perdón, que es lo más difícil de todos pero no es imposible. Superar la amargura no es olvidar lo que pasó, sino renunciar al orgullo, al control que ese pasado ejerce sobre tu presente. Es una batalla íntima y valiente. Y sí, muchos preferirán vivir esclavos de ella que afrontar el riesgo de sanar.
Pero hay algo claro:
No hay espacio para la alegría real en un corazón contaminado por el rencor. Y el que lo entienda, ya dio el primer paso para liberarse
Ya es hora para que des el primer paso para liberarte. Animo y manos a la obra.


