El dolor no siempre llega con un golpe; a veces es una traición, una mentira, un abandono.
Y ante esa herida, muchos sienten un impulso natural: devolver el daño.
¿Te han lastimado alguna vez al punto de pensar en vengarte? Tranquilo, no eres el único. Es humano. Pero cuidado: la venganza es una cárcel que uno construye desde adentro.
Esa sed de justicia personal muchas veces solo envenena a quien la siente.
No borra lo ocurrido. No restaura lo perdido. Solo alimenta la amargura y te encierra en un ciclo donde el odio se vuelve protagonista.

Hay una cita antigua que retumba la conciencia que dice:
“No devuelvas mal por mal, vence con el bien el mal”.
Parece ilógico en estos tiempos donde la reacción es pagar con la misma moneda, pero es más vigente que nunca. Perdonar no es darle razón al que te hizo daño. Es elegir no cargar con el peso que no te corresponde. Es como soltar una piedra caliente que te quema las manos mientras esperas lanzarla.

Los que perdonan no es que olvidan, deciden pasar esa etapa dolorosa y seguir adelante, avanzar y no dar cabida a la amargura.
Lo hacen por ellos, no por los otros. Porque quedarse en el rencor es como caminar con cadenas, y nadie llega lejos así.
Así que la próxima vez que te hieran y quieras desquitarte, respira. Piensa.
No permitas que el dolor de otro dirija tu vida. El perdón es un acto valiente de amor, que transforma no solo tu interior, sino también el ambiente que te rodea. Reflexiona.