“Ya no me quedan lágrimas” así me contestó un amigo israelí cuando le escribí para preguntarle cómo estaban. “Ayer llevé a mis hijas a 4 funerales” me dijo otro amigo, padre de 3 adolescentes.
Lo que ocurrió el sábado 7 de octubre en Israel es difícil de explicar y más difícil de comprender. Las desgarradoras imágenes dan testimonio del bestial ataque terrorista perpetrado por Hamas contra ciudadanos civiles; bebés, niños, jóvenes, mujeres y ancianos. El doloroso saldo es de más de 1300 muertos, más de 3000 heridos y unas 150 personas que fueron tomadas como rehenes y llevadas a la franja de Gaza y que aún siguen cautivos.
Quizás para poner en perspectiva la magnitud del horror, el sábado fue el día en el que más judíos murieron, después del Holocausto. Y como me comentó un colega y amigo que vive allí desde hace un par de años: “Poner nombres y fotos a los números es terrible. No hay casa en Israel que no haya sido afectada”.
Y aquí a la distancia compartimos el dolor, la angustia, la frustración, el temor, la ira y el sinsentido frente a la barbarie. Este torbellino de sensaciones me trae un dejà vu de los días posteriores a la bomba terrorista que destruyó en Buenos Aires el edificio de la AMIA, el lunes 18 de julio de 1994.
Siendo un joven estudiante rabínico, me paré el viernes siguiente frente a mi congregación y comencé mi sermón con las palabras del poema La ciudad de la matanza de Jaim Najman Bialik, el poeta nacional judío (1873-1934).
Ven, hombre, a la ciudad donde se hizo la matanza,
y entre el montón de ruinas y de escombros, avanza,
y mira con tus ojos y toca con tus manos
sobre la cal de muro, sobre el árbol, la piedra,
coágulos de sangre, de sangre espesa y negra
y fibras de cerebros y de miembros humanos…
Bialik está describiendo el pogromo de Kishinev (Rusia) del 6 de abril de 1903 en el que durante dos días la turba mató a decenas de judíos e hirió a cientos. Si bien el movimiento sionista ya había sido fundado fue esta tragedia la que le dio el impulso decisivo para hacer realidad el anhelo de un estado judío. Mi sensación en aquel shabat en Buenos Aires era que el espanto de Kishinev se había replicado en nuestra ciudad.
Y mi dejà vu cobra sentido cuando escucho al pensador israelí Yuval Harari, una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo, quien afirma que lo ocurrido el otro día en el sur de Israel fue un pogromo “a plena luz del día, dentro de las fronteras del Estado de Israel, cientos de civiles fueron masacrados sin que nadie acuda a ayudar.”
Y frente a esa experiencia tan traumática no podemos darnos el lujo de quedarnos petrificados. Debemos seguir adelante. El miedo no puede detenernos. Debemos seguir adelante porque estamos del lado correcto de la historia. Debemos seguir adelante por la memoria de las víctimas. Debemos seguir adelante porque el Estado de Israel con todas sus tensiones y contradicciones aspira a reflejar el ideal humanista y democrático. Debemos seguir adelante por lo que representa la sabiduría milenaria del pueblo judío. Debemos seguir adelante para construir un mundo mejor para nosotros y para nuestros hijos.
Escribe Bioy Casares que su amigo Jorge Luis Borges le contó la leyenda del anillo que el rey David encargó a un joyero para “que le recordara, en los momentos de júbilo, que no debía ensoberbecerse, y, en los momentos de tristeza, que no debía abatirse.” El joyero no sabía bien que hacer y fue el joven Salomón quien le dio la solución: “Fabrica un anillo de oro, con la inscripción: Esto también pasará.” Y así lo hizo, para satisfacción del rey.
A lo largo de nuestra historia hemos tenido que enfrentar innumerables desafíos, persecuciones, matanzas, exilios y un largo, largo etc. Y hoy, todavía conmocionados y aturdidos, en medio de la angustia y la preocupación, contemplamos el imaginario anillo del rey David y con el corazón quebrado de dolor afirmamos, tal como dice un conocido dicho en hebreo, “pudimos superar al Faraón, esto también pasará.”