Pasar por debajo de una escalera, cruzarse con un gato negro, abrir un paraguas adentro o romper un espejo, trae mala suerte. Es una verdad incuestionable. No se pasa la sal de mano en mano, porque implica pelea, no se canta en la mesa pues tendrás un marido borracho, y si atraviesas una serie de situaciones negativas es por que alguien te ha “ojeado” (o echado el “mal de ojo).
Escuchamos esto desde pequeños, lo repetimos en nuestras conversaciones y nos sorprendemos cuando alguien reacciona indiferente ante semejante preanuncio de una catástrofe inminente.
Las supersticiones forman parte de la cultura. Son un fenómeno que está en los límites de la religiosidad popular atravesando las más diversas geografías y estratos sociales.
El diccionario de la Real Academia Española define la superstición como una “Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”. En la práctica, se trata de actos que falsamente pretenden condicionar el futuro, un intento de manipular el destino.
La Torá, el Pentateuco, prohíbe las prácticas mágicas, el espiritismo y la nigromancia (Deut. 18:9-12) asociadas a la idolatría. Sin embargo, también encontramos en el propio texto algunos resabios de elementos supersticiosos.
Sirvan como ejemplo la curación por medio de contemplar la serpiente de broncen(Núm. 21: 6-8) y las manos levantadas de Moisés definiendo el triunfo en la guerra contra Amalec. (Ex. 17:10-13)
Volviendo a la prohibición de la Torá, los exégetas medievales discuten si la razón de la misma obedece a que se trataba de una práctica idólatra (es decir, que funcionaba, pero no se permitía su utilización) o por el contrario, debido a que era pura superchería.
Entre estos últimos destaca el gran filósofo judío de la Edad Media, Moisés Maimónides (1135-1204) quien afirma: “Todas estas cosas son falsas y vanas… aquellos que creen que estas cosas son verdaderas y están basadas en la sabiduría, pero están prohibidas por la ley, son tontos e ignorantes”.
De todas formas muchas supersticiones se han colado dentro de las prácticas religiosas aceptadas (una larga lista, varias asociadas a temas relacionadas con los muertos y el cementerio), otras forman parte de cierto folklore vinculado a cosas que hacían nuestras abuelitas y otras, son una clara tergiversación de las concepciones tradicionales de la religiosidad.
A diferencia de la experiencia religiosa que intenta conectarnos con Dios, un proceso a veces complejo y desafiante, la superstición es una devaluación de la fe legítima ya que convierte a Dios en un ser manipulable a quien presionando los botones adecuados mediante acciones o palabras mágicas, podemos utilizar en beneficio propio.
Soy consciente que en los momentos de angustia e inquietud tenemos la necesidad psicológica de sentir que podemos hacer algo que modifique la realidad a nuestro favor. Sin embargo, una fe adulta y madura reconoce nuestras limitaciones y a la vez comprende la fuerza simbólica (y no mágica) de ciertas acciones que pueden ayudarnos a expresar nuestros temores y nuestras esperanzas, especialmente en esos momentos difíciles.
Parte de nuestro crecimiento espiritual consiste en poder eliminar las supersticiones, de forma tal de dotar a nuestra fe de una mayor profundidad como fuente de inspiración y sentido a nuestras vidas. Precisamente allí – y no en los talismanes ni en los sortilegios - radica su fuerza.